[vc_row][vc_column][vc_column_text]Estamos cerca de cumplir cinco meses de nuestro regreso a Mérida. Casi medio año que se nos pasó –literalmente- volando. Nos fuimos hace diez años de Yucatán tres humanos y regresamos cuatro, dos yucatecos (papá e hija) y dos argentinos (mamá e hijo). Ahora son tres yucatecos y una argentina con residencia permanente y, quien les dice, naturalizada en dos años.
Regresamos con calor y ahora disfruto enormemente de las mañanas y las noches frescas. No digo frías o con heladez porque no las siento así, para mí son deliciosas.
Podemos decir que el #mimaridoyucateco es el más adaptado. Volvió a dormir en hamaca, a ver a su familia y a sus cuates y a comer cochinita. Eso lo hace infinitamente feliz después de morir de frío durante 10 inviernos sudacas con paladar sin picante (no escribo “chile” porque suena a albur).
El que sigue en la lista de adaptados es el hijo de 6 años, que parece “no noticiarse” del calor, está muy adaptado en la escuela (aunque con algunos “temitas” de conducta, dice la madre negadora) y ya habla con el tú en una mezcla de “Don Ramón” y aporreado. En la lista sigue la hija de once, también feliz en la escuela, con el voceo aún a flor de piel y extrañando un poco a sus amigas sudacas, el alfajor “Triple Oreo” y los chocolates “Shot”, entre otras confituras.
Yo la llevo muy bien. AL principio el calor de junio/julio y agosto me mató y hasta pensé que estaba premenopáusica por tanto bochorno. Ahora que vino el fresco salto en una pata. Es tan lindo dormir en hamaca con el ventilador de techo encendido y un cobertor a mano, ¿O no?
También me sentí más adaptada cuando conseguí chamba, ya que eso de quedarme en la casa y sin lana no es lo mío. Ya les estaba quemando la cabeza a los hijos y al marido.
Desde entonces todo fluye. Nos reencontramos con cariños que nos esperaban (eso no tiene precio), todos disfrutamos de la comida de acá (el chiquito con menos ímpetu, pero es propio de su generación híbrida de sabores), tenemos el mar cerca y vivimos en un lugar tranquilo, eso tampoco tiene precio.
Me cuesta a veces bajar un cambio porque vengo todavía con la locura citadina. “Buenos Aires me mata”, dice una canción y da en el clavo. Buenos Aires es bella, apasionante pero también, como toda gran ciudad, te fagocita. Vivir en un lugar más tranquilo tiene sus ventajas. Pero sí hay que bajar un cambio, sino te puede llevar la chingada.
Me tengo que acostumbrar más a las ondas “socioescolares”. O sea, a convivir con “mamitas” de Whatsapp que no conozco y a la doctrina de un colegio privado que tiene cosas que no comparto, pero a la vez pago para que los nenés estén ahí. Así que no vale chillar.
También tengo que “aquietarme” cuando me dicen que me esperan a las 12 y llego 11.50, seguramente demasiado temprano para todo. Igual que si me dicen “Te veo a las 8” y son las 8.15 y no llegó nadie. O si me convocan a un evento a las 11 y empieza 11.30 como si nada. Haciendo un análisis fino del tema, me di cuenta que el calor motiva este estado de pachorra y falta de puntualidad. Ni modo, me adaptaré rápidamente a llegar tarde, sin duda.
Les soy franca, hoy me levanté bastante hormonal y pensé que esta columna no iba a salir porque no estaba muy positiva que digamos. Sin embargo, releyéndome, me doy cuenta que estamos bien. Ansiosos por estar mejor, pero la llevamos bien. Que los hijos estén sanos y contentos, como sabrán, seda cualquier angustia y descomprime la ansiedad. “Ahí vamos”, como se llama un disco de Cerati. Y yo “Me quedo aquí”, como canta Gustavo.
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