Don Juan tiene 67 años y una rutina que más que hábito, se ha convertido en martirio: caminar más de 400 metros hasta el lugar donde puede llenar sus botellones de agua potable y luego regresar cargando 40 litros en total, con los pies firmes sobre el asfalto y el sol pegando directo en la nuca.
No tiene triciclo, ni vehículo, ni nadie que lo acompañe. Solo sus pasos lentos y su esfuerzo diario para asegurar un recurso tan básico como el agua. La distancia de ida y vuelta suma 800 metros, pero a esa hora —pleno mediodía—, cada metro bajo el calor parece multiplicarse.
Fue justo en ese trayecto cuando dos elementos de la Secretaría de Seguridad Pública, que realizaban labores de vigilancia por la zona, lo vieron: encorvado, caminando con dificultad, sujetando con ambas manos los dos botellones de 20 litros cada uno.

Lo observaron unos segundos, se acercaron y sin dudarlo le ofrecieron ayuda. Don Juan, con la voz entrecortada y el sudor marcando el rostro, aceptó. Los oficiales no solo le aliviaron el peso, sino que lo llevaron hasta su hogar y colocaron los garrafones dentro de su casa.
No hubo cámaras ni declaraciones. Solo un gesto sencillo, pero cargado de humanidad. De esos que no se olvidan.
Para don Juan, la ayuda significó mucho más que un descanso: fue un recordatorio de que no está solo.
