La opacidad como escudo y la omisión como estrategia.
Por: Yucatán Ahora
En esta tierra (Yucatán), donde se presume el orden, el silencio después de gobernar ha comenzado a hablar más fuerte que cualquier rueda de prensa.
Las administraciones federales, estatales y municipales que han transitado por el poder han compartido más de lo que sus discursos quisieran admitir: la costumbre de administrar sin rendir cuentas a profundidad, sobre todo cuando las preguntas duelen o incomodan.
Pero hoy, los casos de exgobernantes en Yucatán se han convertido en un ejemplo doloroso de lo que significa una democracia sin transparencia. Éstos hoy se enfrentan a señalamientos públicos y formales sobre presuntos actos de corrupción, enriquecimiento inexplicable y manejo opaco de recursos públicos. Quienes no, seguramente más adelante los enfrentarán.
Las denuncias no han sido susurradas, sino gritadas y presentadas ante las autoridades competentes.
Los expedientes no deben dormir.
No se ha percibido ninguna acción legal en todo este tiempo. Esto no es un señalamiento menor. A estas alturas, la inacción se vuelve sospechosa. La falta de respuesta, cómplice. Las que deberían ser investigaciones abiertas, hoy parecen expedientes bajo llave.
Los acusados callan. Ni ellos ni sus colaboradores han emitido pronunciamientos claros o prueba alguna de deslinde. El discurso oficial es el mutismo. Y en ese mutismo, el imaginario público llena los vacíos con datos incómodos: propiedades, vehículos de lujo, viajes y un estilo de vida que poco tiene que ver con los ingresos de un funcionario.
¿Y la autoridad?
Es probable —concedámoslo— que las autoridades guarden silencio por respeto a los debidos procesos. Pero lo que no deben es ser omisos o parte… o mejor dicho, parte sí, pero del pueblo, de los ciudadanos, etc. Porque mientras la justicia duerme, la duda crece. Y en la duda, la ciudadanía comienza a entender que los privilegios del poder pueden estar por encima del interés público.
El problema no es solo la sospecha. Es el precedente. Si nada se aclara, si nadie explica, si ninguna instancia actúa, entonces gobernar dejará de ser un ejercicio de responsabilidad democrática para convertirse en un espectáculo de discursos limpios y manos sucias.
¿De qué sirve callar?
Las denuncias están ahí. Las propiedades también. Las imágenes y documentos circulan en redes sociales, y los cuestionamientos son cada vez más frecuentes. Y sin embargo, desde los partidos que postularon a estos actores, no hay una sola palabra de transparencia.
Se dice que gobernar es servir. Pero aquí se gobierna sin responder. Y ante la pregunta más básica —“¿De dónde salió todo esto?”— la respuesta es el silencio.
Un silencio que hace daño, porque da pie a pensar que ese patrimonio salió de las arcas públicas. Esas mismas que deberían atender escuelas, seguridad, salud o programas sociales. Es decir, los recursos que deberían llegar a quienes más lo necesitan.
Lo más grave no es lo que se dice. Es lo que no se quiere decir. Porque, cuando gobernar representa asumir responsabilidades… mejor se calla.
Y así, entre palabras ausentes y expedientes dormidos, la omisión se ha vuelto norma.
Y el silencio, una forma muy efectiva de poder.