[vc_row][vc_column][vc_column_text]Nací y crecí en los años 70 en la ciudad de Mercedes, a 100 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires. Siempre fue un lugar tranquilo, donde podíamos andar en la calle de juego en juego hasta tarde, andábamos en bicicleta todo el día y nuestras rodillas estaban llenas de cicatrices.
En verano –ahorita mismo, porque las estaciones están al revés que en México- y de vacaciones en la escuela, regresábamos a la casa tarde y nadie se preocupaba por nosotros porque no había de qué preocuparse.
Los carnavales o corsos -en esta misma época del año, claro- eran una fiesta. Durante el día, jugábamos con los chicos del barrio a tirarnos bombitas de agua y de noche, los días de carnaval, nuestros padres nos llevaban al “Corso”, que se montaba alrededor de la Plaza San Martín, con derrotero sobre la Avenida 29.
Había carrozas, comparsas y murgas. Los niños no íbamos disfrazados, íbamos a mirar y, sobre todo, a jugar con espuma. Sí, esos pomos que duran un suspiro y se usan para lanzar esa materia rara blanca que deja pegajoso el cuerpo con un olor muy marcado. Cuando éramos muy chicos, nos tirábamos espuma entre nosotros, niñas contra niñas, niñas contra niños y niños contra niños. Cuando crecimos, las chicas buscábamos a los chicos que “nos gustaban” y nos dejábamos bañar de espuma porque siempre eran más rápidos e inteligentes que nosotras para estos juegos.
Eran noches lindas, sin duda. Íbamos con nuestros papás que se paraban a ver las carrozas y las comparsas desfilar por el derrotero o se sentaban en algún bar o pizzería a tomarse una cervecita mientras nosotros corríamos por todos lados, sin miedos ni peligros.
Cuando ya fui adolescente dejé de ir. Me parecía tonto jugar con espuma y más tonto todavía ver las carrozas y las comparsas. Hoy, después de muuuuchos años, regresé a un corso, aquí, en el corazón de Mérida. Fui a cubrir con René el Carnaval de los niños, que salió de la calle 63 (aledaña al Palacio Municipal) hasta Santa Lucía.
Arranqué caminando por la 60 y 55 y ya me encontré con cientos de niños disfrazados, de todas las edades. Vi a personajes del Chavo del 8, Hombres Arañas, niñas unicornios, princesas por doquier, vampiros, esqueletos, Airoman, Mickeys y Minnies, entre muchos otros.
No importó el calor (igual no estuvo tan cabrón), todos los integrantes de las comparsas (chiquititos, chiquitos, medianos y grandes participantes) desfilaron felices de la vida y sin mostrar un gramo de cansancio. Se lucieron, realmente.
Así que borracha de nostalgia, llegué a casa y llamé a mi hermana Sole, que vive en Mercedes, donde las dos nacimos y nos criamos. Le pregunté cómo son los corsos ahora y me contó que siguen igual que siempre, que ella lleva a sus hijos, mis sobrinos, a la Plaza San Martín, donde los chicos se encuentran con sus amigos y juegan con espuma (a nosotras nos compraban dos pomos como mucho, ahora les compran más y “es un gastadero de dinero”, me comentó). Mientras ella y mi cuñado se sientan a comer o a tomar algo en un bar de la Plaza San Martín con amigos o conocidos, los chicos se divierten como locos.
Mientras tanto acá, más arriba y muy lejos del Sur, Martín de siete años me pide el traje de Mario Bros “pero con bigote y todo, mamá”, me aclara. No sé, quizás es hora de matar la nostalgia, reinventarse y volver a los carnavales, sin pomos de espuma pero más tropicales, disfrazados, de mucho baile y comparsa. Todo sea por los chicos, ¿No?[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]